miércoles, 12 de marzo de 2014

Europa y la situación en Crimea

Me toca estar en Inglaterra cuando Rusia dispone de medidas para asegurar sus intereses en Crimea, luego del cambio de orientación del gobierno de Ucrania, ahora hacia la Unión Europea. La apuesta de Ucrania no parece sólida con una europa políticamente secundaria a nivel mundial. Un ex embajador británico en Moscú escribió recientemente que debe comprenderse el significado de Ucrania para Rusia, afirmación que ha refrendado Henry Kissinger, irrumpiendo en escena desde su retiro.
Este episodio permite en mi opinión comprender qué rol potencial puede jugar Europa, en un mundo cuyo centro económico se ha trasladado por completo hacia el pacífico: con centro en estados unidos y piezas en Asia, el epicentro de las relaciones internacionales actual no incluye al viejo mundo, remarcando al mismo tiempo su resecamiento, en comparación con prolíficos tiempos pasados. Pero la opacidad actual europea, en medio de los gigantismos del comercio y las finanzas, no debe hacernos pasar por alto su reserva estratégica. En efecto, Europa posee la cultura, tan importante como para merecer estar bajo control, aún en plena apología de la tecnología. El viejo continente es, entonces un actor inactivo, pero no muerto. Y lo que está sucediendo en Crimea lo prueba: todos los argumentos que asisten la posición Rusa surgen de la historia y la cultura.
Cabe delimitar en qué escenario se mueve Rusia, así como quienes impulsaron el cambio político en Ucrania. El mundo actual fue delineado por la conclusión de la segunda guerra mundial. E Inglaterra está claramente a un lado de la línea que identificó ganadores y perdedores. La abundancia de libros sobre el tema lo comprueba, y de alguna forma emula a la numerosa bibliografía existente en los EEUU sobre la guerra de secesión. Pero Gran Bretaña no fue la protagonista de la victoria que la incluyó entre los ganadores. La última guerra que gana Londres es la primera. Los monumentos a los caídos en este conflicto están por todos lados. Cada institución tiene el suyo, indicando los nombres de los suyos que murieron pro patria, como indica alguno que ví en alguna calle. Con moderación, pero con necesaria insistencia, los documentales que veo en la TV del hotel hablan de la “Batalla por inglaterra”. Así se denomina entonces la cuota de triunfo inglesa en la segunda guerra mundial, bastante circunscripta a su propia porción en el continente y poco alusiva a la totalidad del conflicto. Las afirmaciones en primer plano llevan como sujeto a Inglaterra, pero cuando debemos encontrarlas referidas a la segunda, debemos buscarlas en los EEUU.
La Europa ganadora queda así restringida al relato en voz pasiva de la segunda guerra mundial. En contraste, la Europa que perdió puede asumir distintos matices. Tomemos a Polonia, por ejemplo. Los compatriotas de Juan Pablo II solían decir en su momento que su país había perdido la guerra dos veces. Dicha la frase, queda claro por qué. Este país, y los demás de raíz eslava de la Europa central, deben su actual libertad a la implosión de uno de los ganadores, desaparecido de la escena ya que no puede considerarse a la Rusia actual heredera de la victoria de la Unión Soviética. Y es importante señalar que nada deben a los ganadores que todavía están en pie. Amplio un poco este punto. Podría considerarse que, al menos indirectamente, los países antiguamente integrantes del pacto de Varsovia se beneficiaron de la presión de los EEUU sobre la Unión Soviética. Propongo dirimir esta cuestión mediante la evidencia que proporciona George Weigel en su libro sobre Juan Pablo Segundo, aclarando que este autor posee una visión profética sobre la existencia de su país. Este autor proporciona datos de la resistencia cultural que existió en Polonia, liderada por los Cardenales Sapieha y Wysnscki, y de la que participó Karol Woytyla. Profundizando aún más, está el caso de la independencia croata, preservada de una invasión sólo mediante una guerra, raramente ocurrida en forma posterior a la extinción del mundo soviético.
Continuando el recorrido de los países que no deben su situación actual a la resolución de la segunda guerra mundial, podemos reconocer una segunda categoría en Alemania. Este país logra su unidad con la clara oposición de Inglaterra. Le tocó a Margaret Thatcher en pleno siglo XX agitar el mismo fantasma del peligro de la unidad alemana que desvelaba a Ricehlieu en pleno siglo XVII. De más está decir que la Francia de Mitterand no es la del XVII. De esto ya hace más de 20 años, y nadie ya lo contesta. Pero es sugestivo el segundo plano que, al menos hasta ahora, ha jugado Alemania respecto a la situación de Crimea. Merkel asiste a la reunión de líderes Europeos, pero sin realizar declaraciones comprometedoras para su país. Esto podría deberse a la renuencia alemana a asumir un rol visible en la diplomacia, que han observado muchos, al menos por fuera del ordenamiento de la finanzas del continente. Sin embargo, la situación en Crimea resuena en el conjunto de la Europa central, espacio con el que Alemania ha tenido una profunda relación histórica.
La situación en Crimea puede ser la punta de un ovillo. Los cambios territoriales en un continente al que estamos acostumbrados a mirar como un museo viviente, constituyen una novedad. Sin duda, la evolución del estatus de la península no puede afectar de ninguna manera material a los Estados Unidos, ni ocupar un titular de tapa en la prensa Asiática. Pero parece ser la manifestación de nueva savia insuflada al viejo árbol europeo, sobre todo para las ramas que menos le deben al realineamiento posterior a la guerra. Al acceder en forma directa a la reacción de la prensa inglesa, es inevitable tener la sensación de que se está ante algo nuevo, para lo cual el manual del status quo no tiene una respuesta. La reacción parece ser instintiva: los rusos no pueden hacer esto. Pero la historia se mueve con códigos más elaborados. Es a lo que se dirigen las declaraciones de Kissinger y del ex embajador Inglés.

Marcelo E. Lascano