domingo, 7 de febrero de 2016

Trump, artefacto semiológico.



Con Obama en el gobierno, el partido republicano vuelve a verse en la obligación de reintroducir un cambio en las categorías de la política pública, como hace cuatro años. Pero su capacidad para hacerlo paradójicamente ha disminuido. Nada parecen haber aprendido sus dirigentes del pobre resultado obtenido en 2012 con Mitt Romney, personaje gris ausente en este vuelta. Prueba, además, de que su candidatura fue débil, porque de otro modo una auténtica ambición de poder lo hubiera impulsado a participar también esta vez.

La crisis de identidad del partido republicano en los últimos años se ha agravado. Además, se hacen sentir las ausencias de Newt Gingrich y Ron Paul. Ya dijimos que no está Romney, pero tampoco Sarah Palin. Sin la altura que sus intervenciones insuflaban, los debates sólo pueden nutrirse de afirmaciones precocidas más o menos ensayadas por los actuales precandidatos. Ninguno puede mostrar un sentido histórico o dar un significado convocante a una propuesta. La falta de brillo se pone de manifiesto, aún más que durante aquel sobreactuado cierre de campaña de un heroico Romney, al cual poco le faltó para confesar abiertamente que sólo estaba allí para corporizar el candidato que todo partido debe tener, aún cuando no tienen intenciones de ganar.

Pero en medio de la noche, con luz televisiva nos ilumina Trump.

No está claro hasta qué punto Donald ha sido un exitoso empresario, cualidad que es necesario constatar para dar por cierta su supuesta independencia. No podremos afirmarla mientras él no desmienta el poderoso antecedente de varias quiebras de sus emprendimientos. Por lo tanto, atribuir total espontaneidad a sus dichos sólo puede surgir de la empatía. Lo mismo se aplica a su participación en la interna republicana. Trump es un personaje incierto y por lo tanto su irrupción en escena aún está por explicarse. No es posible, sin datos que contradigan la poca evidencia disponible (su repetidos fracasos en el mundo de los negocios) creer que basta con apretar un botón para ser admitido en una selecta camarilla que debate 6 veces con transmisión en vivo y en directo. La construcción de un Trump exitoso e independiente afirma implícitamente que para ingresar a la escena política nacional de los EE.UU. sólo es “cuestión de tener ganas”. Nadie que haya formado parte siquiera de una comisión directiva barrial se atrevería a suscribir la existencia de ese mundo ideal. Este es el primer problema que plantea el surgimiento de un candidato hablador como Trump.

Podría decirse que un segundo problema es lo que Trump dice, pero no a partir del propio contenido de sus enunciados, sino porque es omitido por los demás candidatos. En una primera aproximación, sus opiniones resuenan por lo políticamente incorrecto, y son objeto de preocupación porque encuentran un sector del electorado que se identifica con ellas. Aún ante esta eficacia, ni Ted Cruz ni Chris Christie rozan el terreno que delimita Trump. En un primer momento se pudo pensar que los titulares de diseño por él pronunciados tendrían efecto a largo plazo, reinstalando temas que ocho años de political correctness demócrata habían borrado del mapa. Pero no fue el proyecto del muro sobre el límite con Méjico, sino la gran tragedia siria la que demandó precisiones sobre inmigración por parte de los otros candidatos. Por otro lado, ninguno de sus compañeros de debate recogieron las atendibles observaciones dichas por Trump respecto a Arabia Saudita o Putin, con variedad para elegir ¿Qué queda entonces del rol de Trump?

Llegados a este punto es imperativo esbozar alguna hipótesis. Sin conocer el motivo por el que Trump ocupa en este momento un primer plano, queda intentar hacer una síntesis, tratar de encuadrar sociológicamente su hilo discursivo, ese hilo discursivo en el que los otros candidatos no abrevan, ni aún cuando arman mal sus frases. Puede hallarse una pista en las campañas electorales del pasado, plenas de nombres y categorías con profundas raíces en la cultura que, en estos últimos meses, no han sido mencionadas ni una sola vez. ¿Qué pasó con la invasión que sintieron muchos al verse obligados a un sistema socializado de salud? Newt Gingrich lo convirtió eficazmente en su caballito de batalla, y contribuyó en medida no menor a que el electorado conservador no fuera a votar a Romney, capitán de la salud obligatoria durante su mandato en Massachusetts. ¿Dónde está el Tea Party que en 2010 había logrado sostener el peso republicano en el Congreso?

Trump recoge las sobras de ese proceso de renovación, desconocido en nuestro país, que no logró sostenerse en el tiempo. Su perfil rústico reúne las características de un electorado de clase trabajadora que quiere impuestos bajos y no quiere entregar su economía productiva a la letra chica de los tratados comerciales. Es el heartland, que todavía constituye una parte importante del electorado, tan importante que sus argumentos necesitan ser pronunciados en público para que no pierda del todo sus puntos de contacto con el partido republicano. Pero al unir sus consignas con un personaje locuaz pero impulsivo, cuya existencia mediática habita hace décadas en una zona indeterminada entre la farándula y su siempre subyacente trayectoria empresaria ; al unir los conceptos con un emisor de estas características, prevalece el segundo y los primeros comienzan a convertirse en la comida chatarra en el menú ideológico de los que son los verdaderos pre-candidatos.

La figura que se construyó con Trump captura e inmoviliza una serie de categorías. Al ser pronunciadas por él, se trasnforman en materia de segunda clase, sujeto de una necesaria resignificación por los precandidatos – bueno, en verdad lo que Mr Trump quiso decir….- que no se permiten esos modales brutales comprensibles en el hombre de a pie – como el que se identifica con Trump –  pero inadmisibles en el debate profesional. Es cierto que la apreciación política de un trabajador de clase media no puede alcanzar la sofisticación del individuo completamente avocado a los asuntos públicos. Pero, como si no bastara la falta de un político que interprete a este electorado, la figura de Trump afirma solapadamente que determinadas ideas conservadoras son sólo el resultado de la falta de información o de la impulsividad del hombre común. Quedan así invalidadas, y fuera del “debate serio”, que lo es, pero que debería incluir la proyección formal de éstas. 

No vale la pena preguntarse por qué Trump ha accedido a cosechar tanto protagonismo. Queda claro el efecto que ha tenido su intervención. Y no es muy original afirmar que el rol principal que cumple no es el de verdadero precandidato.

En verdad, la prueba más nítida de que Trump es un artefacto semiológico es la certeza, desde el comienzo, que cualquier analista siempre ha tenido de que Trump no llegará a ser candidato. Ha resultado entretenido el toque de color que le ha dado al proceso, poblado de individuos sin carisma y sin  ideas. Pero esto es todo.

El anuncio de su previsible retirada ya ha comenzado. Ausentándose del último debate ocurrido el 31 de enero, la cobertura mediática se ha desplazado sin mayores problemas hacia los demás precandidatos, con la novedosa posibilidad de que sus escuálidas manifestaciones no queden obliteradas por el carisma del entertainer. Se irá Trump y con él las ideas que tomó prestadas. La estrategia no parece inteligente: el efecto Donald difícilmente podrá compensarse con la hispanidad de Ted Cruz, y por enésima vez el partido republicano nada hace por captar ese creciente segmento sin el cual ya no puede recuperar la casa blanca. El camino parece ya despejado para una presidencia de Hillary Clinton.