miércoles, 6 de agosto de 2025

 Fue alguna vez la Argentina potencia mundial?


Aunque por fuera de la masividad, en las últimas semanas surgió un intercambio público respecto a la posición internacional de la Argentina hacia el primer centenario. En algún medio se tituló “fue la argentina pootencia en 1910?”. La cuestión no es menor, porque hace a la idea de país, y al sentido de su existencia. No es el único ingrediente, pero éste es el puesto en cuestión, de forma que aprovecharemos la oportunidad de formular una opinión sobre el sentido que tiene la existencia de la Argentina.

En efecto, es pertinente plantearse si una nación tiene un sentido. Si constituye un producto específico de la historia: por qué surgió tal o cual país, allí donde se materializó, por qué reemplazó una situación anterior y por qué ha permanecido en el tiempo. Cuál es el proceso político que perpetúa esas estructuras territoriales llamadas países.

Los viejos Estados europeos, de prolongadísima existencia, casi pasan de largo este interrogante. Equiparan la historia a su existencia específica. Italia, Inglaterra, España, Francia, consideran que su nacimiento fue casi simutáneo al inicio del tiempo histórico. Es entendible, la profundidad de sus orígenes está plasmada en sus paisajes, y hasta hablan el idioma propio de su existencia política: el proyecto Ruso o Británico se desenvuelve en ruso o en inglés. Nosotros americanos, existimos, pero pidiendo prestado el idioma. Jugaríamos “en segunda” desde este punto de vista. Una vez, caminando por la sierra donde se crió mi abuela, mi primo croata me espetó con total naturaliddad “claro, ustedes los nuevos países...”. Todavía estoy recuperándome.

Algunos países americanos, algunos limítrofes nuestros, no se dejan amedrentar por la minoría de edad, y construyen el sentido de la nacionalidad mediante una exacerbación de lo gestual, lo simbólico. Incluso una insistencia algo repetitiva sobre lo territorial sustituye la reflexión sobre las causas y consecuencias de la génesis de la identidad específica.

Uno de los casos más interesantes es el de Brasil. País del cual en la Argentina tenemos un concepto equivocado, heredó un sentido europeo del tiempo histórico. Al trasladarse a Río de Janeiro en 1807, la corte portuguesa no sólo trajo sus enseres y protocolos. Transplantó la forma mental europea, en la que el origen político se confunde con una eternidad conceptual. Así es como nuestro vecino celebró en el año 2000 los “500 años del Brasil”. En notable contraste con la tendencia rioplatense a la angustia existencial, el acumulado de cinco siglos que declamó nuestro vecino lusitano resuelve de un plumazo el problema de una identidad política americana: la primerra pisada portuguesa realizada en el año 1500 insufló, en un sólo acto, la entera personalidad brasileña al actual territorio brasileño.

Quizás la atribulación que padecemos los argentinos al pensar en nuestra personalidad histórica sea, a pesar de algunos vericuetos dramatológicos, una vía preferible a la fanfarria o al ontologismo total. Esto sin dejar de pertimitirnos cada tanto acudir al sentido común de Bioy Casares quien, ante el interrogante sobre la argentinidad que se daba en los años 40, respondió sin más trámites “yo soy argentino”. A eso llamo yo integrar la identidad sin pedir permiso a nadie.

Algunos de los vericuetos más importantes que no manejamos bien los argentinos a la hora de preguntarnos por nuestra identidad son la banalización futbolística, la discontinuidad de la historiografía con la etapa hispánica y la sensación que muchos tienen de que especificar lo propio cercena un sano cosmopolitismo, una capacidad expansiva del espíritu.

Quizás sea in abordar aquí si el país en 1910 era potencia o no. Lo llamativo fue cómo, al sumarse a la polémica, una historiadora lo hizo con un apresuramiento marcado. Elgió en primer lugar de tomar distancia del concepto. Es decir, quien toma distancia del concepto de “ser potencia” en 1910, inhabilita su aplicación en el presente o como programa.

La grandilocuencia no suele ser buena compañera al hacer historia. Constituye muchas veces una aplicación del simplismo deportivo a cosas complejas. Pero así y todo, la intervención de esta historiadora contiene un problema, otro problema.

Su intervención no puede quedar en rechazar una valoración. Para descartar una afirmación, para la crítica no hace falta ser historiador, basta la voluntad o, más a tono con el nihilismo que nos domina, sentir, que no se está de acuerdo, aún si no nos es posible explicar por qué. Este primer nivel de actividad intelectual, poco ambicioso, está al alcance de todos.

El historiador debe aportar una respuesta. En este caso, debió aportar una valoración sobre la posición internacional del país en 1910, cosa que sí posibilita el expertise, y que no está al alcance de todos.

Porque, fuera o no “potencia” la Argentina en 1910, numerosos elementos marcaban un notable avance en la conformación institucional e identitaria del país. Esto no fue poco, y si unir aquellos logros al concepto de “potencia” puede ser un exceso o hasta una simplificación, no puede tomarse la parte por el todo: renunciar hoy a valorar cómo el país avanzó en el pasado.

Debe quedar abierta la posibilidad sentirse parte también de lo positivo. Porque sentirse parte puede asumir una forma que dé a cada persona un contexto en el cual desenvolver su existencia de manera más completa. Y sentirse parte es precondición para un universalismo al que toda persona puede aspirar. Uno de los distintivos de nuestra personalidad es, justamente, una espontánea capacidad para proyectarnos hacia otras culturas. Especificar lo propio, lejos de competir con una amplitud existencial, la potencia. La amplitud de las manifestaciones culturales de todo el mundo sólo las advierte quien sabe dónde está parado. Caso contrario, el internacionalismo declamativo no pasa del consumo pasivo de noticias, electrónica y indumentaria deportiva.

Si al todo nos referimos hoy al hablar de sus problemas, “los argentinos tal cosa...mal”, y ahí los rioplatenses hacemos gala de psicologismo, al todo tenemos que poder referirnos también al constatar lo positivo. Y si el todo constituye un obstáculo en los razonamientos, entonces estamos hablando de otra cosa. Estamos hablando del alcance que tiene el concepto de país. Cambia la conversación. Pero esto, legítimo, aunque soprendente, debe ponerse sobre la mesa. Debe sincerarse ante el interlocutor que no es la Argentina potencia de 1910 lo puesto en cuestión sino que, se cuestiona el concepto de base: si tiene sentido o no esa categoría integradora llamada la Argentina. Porque es de eso de lo que muchas veces nuestra historiografía toma distancia. Y lo honesto es hacerlo en forma directa, para que también el interlocutor pueda sorprenderse. No es delito, es legítimo, pero en verdad tal escepticismo debe tener la honestidad directa de enfrentar la abundante evidencia que lo contraría.

Dejando un poco de lado las mayores abstracciones, podemos retornar a la cuestión en cuestión, recurriendo a un ejemplo poco recordado, y exento de polémica. Hacia 1920, la Argentina era una de las principales impulsoras del establecimiento del derecho marítimo internacional. El concepto de plataforma continental fue acuñado y trasnformado en aquellos años por Juan Nágera y José León Suárez en categoría jurídica, cuando representaron al país en foros internacionales. Sobre ese aporte declararon propia la suya los Estados Unidos en los `40 y se consagaron luego las 200 millas como la extensión de lo que en derecho marítimo internacional se denomina “zona económica exclusiva”. Aquel Estado, naciente en 1810, participaba ya en foro internacionales, aún joven, y lo hacía en forma contributiva y contaba con personalidades que no solo mostraron creatividad, sino además suficiente pesonalidad para alegar sus ideas ante colegas de países con más historia o mayor volumen económico. Con un ejemplo así, que ilustra qué era la Argentina hacia 1910, ahora sí, podemos comprender la moderación, no anulamiento, a la que llamaba Archibaldo Lanús respecto al centenario. Moredación sin injustificada premura por afirmar qué es lo que no éramos.