miércoles, 6 de agosto de 2025

 Fue alguna vez la Argentina potencia mundial?


Aunque por fuera de la masividad, en las últimas semanas surgió un intercambio público respecto a la posición internacional de la Argentina hacia el primer centenario. En algún medio se tituló “fue la argentina pootencia en 1910?”. La cuestión no es menor, porque hace a la idea de país, y al sentido de su existencia. No es el único ingrediente, pero éste es el puesto en cuestión, de forma que aprovecharemos la oportunidad de formular una opinión sobre el sentido que tiene la existencia de la Argentina.

En efecto, es pertinente plantearse si una nación tiene un sentido. Si constituye un producto específico de la historia: por qué surgió tal o cual país, allí donde se materializó, por qué reemplazó una situación anterior y por qué ha permanecido en el tiempo. Cuál es el proceso político que perpetúa esas estructuras territoriales llamadas países.

Los viejos Estados europeos, de prolongadísima existencia, casi pasan de largo este interrogante. Equiparan la historia a su existencia específica. Italia, Inglaterra, España, Francia, consideran que su nacimiento fue casi simutáneo al inicio del tiempo histórico. Es entendible, la profundidad de sus orígenes está plasmada en sus paisajes, y hasta hablan el idioma propio de su existencia política: el proyecto Ruso o Británico se desenvuelve en ruso o en inglés. Nosotros americanos, existimos, pero pidiendo prestado el idioma. Jugaríamos “en segunda” desde este punto de vista. Una vez, caminando por la sierra donde se crió mi abuela, mi primo croata me espetó con total naturaliddad “claro, ustedes los nuevos países...”. Todavía estoy recuperándome.

Algunos países americanos, algunos limítrofes nuestros, no se dejan amedrentar por la minoría de edad, y construyen el sentido de la nacionalidad mediante una exacerbación de lo gestual, lo simbólico. Incluso una insistencia algo repetitiva sobre lo territorial sustituye la reflexión sobre las causas y consecuencias de la génesis de la identidad específica.

Uno de los casos más interesantes es el de Brasil. País del cual en la Argentina tenemos un concepto equivocado, heredó un sentido europeo del tiempo histórico. Al trasladarse a Río de Janeiro en 1807, la corte portuguesa no sólo trajo sus enseres y protocolos. Transplantó la forma mental europea, en la que el origen político se confunde con una eternidad conceptual. Así es como nuestro vecino celebró en el año 2000 los “500 años del Brasil”. En notable contraste con la tendencia rioplatense a la angustia existencial, el acumulado de cinco siglos que declamó nuestro vecino lusitano resuelve de un plumazo el problema de una identidad política americana: la primerra pisada portuguesa realizada en el año 1500 insufló, en un sólo acto, la entera personalidad brasileña al actual territorio brasileño.

Quizás la atribulación que padecemos los argentinos al pensar en nuestra personalidad histórica sea, a pesar de algunos vericuetos dramatológicos, una vía preferible a la fanfarria o al ontologismo total. Esto sin dejar de pertimitirnos cada tanto acudir al sentido común de Bioy Casares quien, ante el interrogante sobre la argentinidad que se daba en los años 40, respondió sin más trámites “yo soy argentino”. A eso llamo yo integrar la identidad sin pedir permiso a nadie.

Algunos de los vericuetos más importantes que no manejamos bien los argentinos a la hora de preguntarnos por nuestra identidad son la banalización futbolística, la discontinuidad de la historiografía con la etapa hispánica y la sensación que muchos tienen de que especificar lo propio cercena un sano cosmopolitismo, una capacidad expansiva del espíritu.

Quizás sea in abordar aquí si el país en 1910 era potencia o no. Lo llamativo fue cómo, al sumarse a la polémica, una historiadora lo hizo con un apresuramiento marcado. Elgió en primer lugar de tomar distancia del concepto. Es decir, quien toma distancia del concepto de “ser potencia” en 1910, inhabilita su aplicación en el presente o como programa.

La grandilocuencia no suele ser buena compañera al hacer historia. Constituye muchas veces una aplicación del simplismo deportivo a cosas complejas. Pero así y todo, la intervención de esta historiadora contiene un problema, otro problema.

Su intervención no puede quedar en rechazar una valoración. Para descartar una afirmación, para la crítica no hace falta ser historiador, basta la voluntad o, más a tono con el nihilismo que nos domina, sentir, que no se está de acuerdo, aún si no nos es posible explicar por qué. Este primer nivel de actividad intelectual, poco ambicioso, está al alcance de todos.

El historiador debe aportar una respuesta. En este caso, debió aportar una valoración sobre la posición internacional del país en 1910, cosa que sí posibilita el expertise, y que no está al alcance de todos.

Porque, fuera o no “potencia” la Argentina en 1910, numerosos elementos marcaban un notable avance en la conformación institucional e identitaria del país. Esto no fue poco, y si unir aquellos logros al concepto de “potencia” puede ser un exceso o hasta una simplificación, no puede tomarse la parte por el todo: renunciar hoy a valorar cómo el país avanzó en el pasado.

Debe quedar abierta la posibilidad sentirse parte también de lo positivo. Porque sentirse parte puede asumir una forma que dé a cada persona un contexto en el cual desenvolver su existencia de manera más completa. Y sentirse parte es precondición para un universalismo al que toda persona puede aspirar. Uno de los distintivos de nuestra personalidad es, justamente, una espontánea capacidad para proyectarnos hacia otras culturas. Especificar lo propio, lejos de competir con una amplitud existencial, la potencia. La amplitud de las manifestaciones culturales de todo el mundo sólo las advierte quien sabe dónde está parado. Caso contrario, el internacionalismo declamativo no pasa del consumo pasivo de noticias, electrónica y indumentaria deportiva.

Si al todo nos referimos hoy al hablar de sus problemas, “los argentinos tal cosa...mal”, y ahí los rioplatenses hacemos gala de psicologismo, al todo tenemos que poder referirnos también al constatar lo positivo. Y si el todo constituye un obstáculo en los razonamientos, entonces estamos hablando de otra cosa. Estamos hablando del alcance que tiene el concepto de país. Cambia la conversación. Pero esto, legítimo, aunque soprendente, debe ponerse sobre la mesa. Debe sincerarse ante el interlocutor que no es la Argentina potencia de 1910 lo puesto en cuestión sino que, se cuestiona el concepto de base: si tiene sentido o no esa categoría integradora llamada la Argentina. Porque es de eso de lo que muchas veces nuestra historiografía toma distancia. Y lo honesto es hacerlo en forma directa, para que también el interlocutor pueda sorprenderse. No es delito, es legítimo, pero en verdad tal escepticismo debe tener la honestidad directa de enfrentar la abundante evidencia que lo contraría.

Dejando un poco de lado las mayores abstracciones, podemos retornar a la cuestión en cuestión, recurriendo a un ejemplo poco recordado, y exento de polémica. Hacia 1920, la Argentina era una de las principales impulsoras del establecimiento del derecho marítimo internacional. El concepto de plataforma continental fue acuñado y trasnformado en aquellos años por Juan Nágera y José León Suárez en categoría jurídica, cuando representaron al país en foros internacionales. Sobre ese aporte declararon propia la suya los Estados Unidos en los `40 y se consagaron luego las 200 millas como la extensión de lo que en derecho marítimo internacional se denomina “zona económica exclusiva”. Aquel Estado, naciente en 1810, participaba ya en foro internacionales, aún joven, y lo hacía en forma contributiva y contaba con personalidades que no solo mostraron creatividad, sino además suficiente pesonalidad para alegar sus ideas ante colegas de países con más historia o mayor volumen económico. Con un ejemplo así, que ilustra qué era la Argentina hacia 1910, ahora sí, podemos comprender la moderación, no anulamiento, a la que llamaba Archibaldo Lanús respecto al centenario. Moredación sin injustificada premura por afirmar qué es lo que no éramos.

miércoles, 28 de junio de 2023

Who saved Antarctica? Libro del australiano Andrew Jackson, 2021.

Almost always exposed to English through technical literature, we non-native speakers especially enjoy the good writing in a book in this, a second language for many. Andrew Jackson´s Who Saved Antarctica is then an enjoyable read as well as a comprehensive and honest chronology and analysis of the change underwent by Antarctic politics in the late `80s. A similar account of those same events in Spanish doesn´t exist, and this should be a matter of concern for us latins of the southern hemisphere with a long history in Antarctica: if such an understanding of Antarctic policy is lacking for our public, what are we really understanding?

Despite having been part of the events he describes, the book transmits a remarkable honesty. This doesn´t mean the author isn’t seeking to defend his country´s policy, which he passionately does with characteristic anglosaxon absence of emotionality. Rather, the reader is at all times provided with information about the context and of events of the kind not consigned in official records. The emphasis placed in stating the source of ideas, positions or comments made at the time by means of a million footnotes is one of the book`s most important contributions. This feature, a requirement of the academic environment in which the research was developed, provides for the novelty of a book on Antarctic policy which justifies or at least provides support for the characterizations presented. That is, Jackson reveals the grounds on which he describes a political process the way he does. Thus, the sistematicity of an academic paper is brought to a book on policy. A rather unusual, and difficult, quality in a book on policy. And make no mistake: the book isn’t, thanks be to God, a collection of previously published, loosely connected, time de-phased academic papers.

The book therefore is successful in delivering two things: first, it provides a clear chronology and reflections of an Australian foreign relations expert on a crucial time for Antarctic policy, uncontaminated with political correctness. Only that makes the book recommendable. But, secondly, it places in the public eye a very important amount of information about the people and turnarounds that mediated a long diplomatic process. Being secrecy an accusation that has always surrounded antarctic policy, this gives the book a feeling of rebelliousness. If Antarctic policy can be explained publicly, as Jackson shows, can we keep spending sizeable amounts of tax payer´s money in Antarctica in secrecy?

It can be argued that Jackson´s book is aimed at presenting a sudden, very sudden, change in Australia´s position towards the 1988 mining convention for Antarctica (“CRAMRA”). The reader will much more quickly understand the book if read in the light of Francis Auburn´s analysis of the USSR´s and the US´ policy of “access to all antarctica”, described in his 1982 classic Antarctic law and politics. Although the numerous circumstances described in the first chapter are integrated into an analysis of long-term policy consequences in the last chapters, a more explicit link between the sudden rejection of a mining framework and Australia´s position as a claimant State could have been developed. One might even say it should have been developed . Honest as the book is, Jackson seems to deliberately circumnavigate the issue but omits facing it, not only in one of the first chapters, but also when reflecting on the policy consequences towards the last pages. But this could have deserved a chapter of its own. It is the intangibility of territorial claims which the 1988 rejection of CRAMRA had as a main consequence. Who saved Antarctica tells how Auburn´s criteria were put into practice, impeding the implementation of the “access to all Antarctica” policy beyond scientific purposes. Jackson´s analysis of the long-lasting validity of territoriality would have made the book more direct. A contribution to explain, again, why Antarctica is no exception, and is, like the rest of the surface of the earth, subject to history and to the mechanisms that have allocated territories to the different societies. Not only the very circumstances brought by the book strongly point to this. The recent events leading to the establishment of oceanic boundaries in the Arctic would have provided the author with an adequate background from outside Antarctic-specific institutions and events.

This book does deserve to be read, a first time from beginning to end, and a second backwards, reviewing the careful diplomatic chronology of the first chapters through the lens of the second part, where a farther-reaching criteria is provided in the thorough analysis of the consequences  of the 1988-1989 changes for the life of the Antarctic Treaty System.

Andrew Jackson saved Antarctic policy from overemphasized, overacted secrecy, by means of providing a platform to understand the specific position of Antarctic States in the international polar scene.


jueves, 3 de febrero de 2022

 3 de febrero de 1852. Dijo Ernesto Palacio, una de las mejores plumas que dio el país: "y los regímenes, como las cosas, envejecen, y eso también le pasó a Rosas". Pero sus logros quedaron intactos. Son hoy tan jóvenes como entonces.

La consolidación de la unidad política e insitucional, y por lo tanto territorial, del país, por medio de una labor epistolar y política gigantesca, que detuvo el derramamiento de sangre que había alcanzado incluso la vida de cuatro gobernadores provinciales.

La personalidad internacional de la Argentina, que luego se insertó en la economía mundial con una conciencia de sus posibilidades de grandeza labrada durante las Guerras del Paraná.

"Combatí su gobierno, lo recuerdo con disgusto" dijo Juan Bautistas Alberdi, ya revisados los errores de su juventud y amigo de Rosas luego de 1852 (citado en Gálvez, 1940).

Junto a los demás grandes hombres que protagonizaron nuestra historia, Rosas nos dejó la libertad de ejercer nuestra identidad colectiva, de entender nuestro lugar en el mundo. Aún tratándose de quien estableció las celebraciónes del 25 de Mayo y 9 de Julio, nada hubiera querido menos que reduzcamos su legado a mera conmemoración. A un recuerdo que le reste atención al presente.

Rosas nos dejó la lección de que podemos ejercer nuestra identidad política hoy, en las circunstancias de hoy.

domingo, 28 de noviembre de 2021

 La soberanía argentina en la historia

Luego de buscar doblegar nuestra voluntad bloqueando nuestro comercio exterior desde 1838, entre noviembre de 1845 y mediados de 1846 Francia y Gran Bretaña intentaron invadir nuestro territorio.

La Argentina se defendió exitosamente. Además de los actos de heroísmo, como los de Thorne, es importante resaltar que nuestro país combatió desde el convencimiento sobre su lugar en la historia.
Sarmiento señaló años después como la sociedad siguió la política exterior de Rosas sin más estímulo que la existencia de una conciencia de la nacionalidad.
Los gloriosos combates del Paraná completaron, en la maciza realidad del terreno de combate, la autonomía e independencia iniciados en 1810. Constituyeron la última de las guerras de la independencia.
Fue a partir de esta independencia que, sobre la estructuración jurídica del Pacto Federal de 1831, el país nuevamente en 1853 avanzó en su organización dictando la constitución.
Fue también que sobre la comprobación de nuestra entidad política que el país pudo intgerarse con verdadera personalidad en la economía mundial.

Marcelo Lascano

sábado, 11 de septiembre de 2021

Malvinas entre la razón y la pasión

 Ante el reclamo por una racionalización de Malvinas

Marcelo E. Lascano

En los últimos años se han escuchado a varias personas del escenario público relativizar la soberanía del país sobre Malvinas o el Atlántico sur. Lo llamativo es que estas declaraciones las han realizado personas de ámbitos diferentes, de edades diferentes. Es presumible entonces entonces la existencia de una una causa, un factor que produce ese cuestionamiento, espontáneamente diseminado, a la importancia que el país da a la disputa territorial. Creo que vale la pena intentar establecer un puente con quienes ven en Malvinas un consigna discursiva con pocos motivos para ser aceptada. Es cierto que el tema debe asumir un formato màs racional.
A pesar de que en su momento expresó unidad, la plaza de mayo de 1982 rebosante de manifestantes con Galtieri en el balcón es probablemente el perfecto opuesto a una necesaria reflexión sobre nuestra integridad territorial. La cuestión Malvinas-Atlántico Sur parece haber quedado presa de ese mar de fervor. A casi 40 años de sucedida, la recuperación de las islas no fue seguida de una difusión de la prolongada historia territorial, rioplatense primero y argentina después, en aquellos rincones tan lejanos del globo. Las islas no integran nuestra geografía por “estar cerca”, sino porque parte de nuestras circunstancias como sociedad han ocurrido allí. Lo mismo sucede con el Sector Antártico.
Sin embargo, las Malvinas parecen constituir sólo un capital emocional. Una pasión, un sentimiento. Quizàs lo son también. Muchas personas transitan màs cómodamente esos planos. Es màs, no puede pedirse a todos erudición y precisión acadèmica.
Pero tampoco en ámbitos intelectuales parece existir conocimiento de nuestra historia territorial. Valiosísimas investigaciones como la Historia hispànica de Malvinas de Laurío Destéfani permanecen no sólo sin reeditar después de 1982, sino desconocidas, nunca citadas. Esto por dar un ejemplo.
Asì, entonces, como es comprensible que muchos entiendan Malvinas casi como si fuera una preferencia deportiva, lo es también que muchos demanden una estructuración racional del problema. Es difícil, o imposible, señalar un libro que presente de forma ordenada los aspectos históricos y los jurídicos de los que surge la soberanía. Las obras que se aproximan a ese propósito, además de no encontrarse en venta, son de hace décadas y previas a hallazgos historiográficos sustantivos. No existen tampoco en las universidades cátedras sobre el tema, y en este plano la responsabilidad cae sobre todo sobre las numerosas carreras de geografía que se dictan en todo el país. Sin esta existencia académica es difícil que una explicación sistemática tenga vigencia cultural, sea en círculos intelectuales o en la educación.
Si bastase con una muestra, podemos mencionar que el establecimiento de nuestros antepasados en Malvinas se produce en 1767, de forma pacífica, en los márgenes del mundo, y en un momento de expansión económica. Nuestra soberanía en el Atlántico Sur es añeja pero sobre todo, sustantiva, no constituye una práctica simbólica cartográfica. Y como si fuera poco, es anterior a la invención del futbol, de la copa Davis, y de tu banda favorita.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

La identidad internacional de la Argentina: 1816-1846


Todo inicio desconoce si el tiempo lo transformará en permanencia. La vida política independiente de nuestro país tuvo un inicio que duró treinta años. La victoria en los episodios del río Paraná de 1845-46, inescindible cima de un recorrido ascendente de 30 años, separaron para siempre nuestra declaración de independencia de lo efímero, de lo casual. Aquél inicio lo había sido de verdad. La Guerra del Paraná fue una victoria bélica, pero sobre todo constituyó el paso de la Argentina a la permanencia definitiva en el escenario internacional. Fue la prueba de que el proceso cultural labrado desde el siglo XVI en las planicies del Cono Sur había sido correctamente advertido por Cevallos, y acertadamente transportado el plano político por los hombres de Mayo al subrogar la autoridad del Virrey en la Primera Junta aquél 25 de mayo. A partir de aquél entonces, el desafío fue validar esa consolidación de la cultura política endógena fuera de nuestras fronteras, entre los demás países del mundo.
 Por esta razón los enfrentamientos bélicos entre la Argentina y Francia y Gran Bretaña deben incorporarse al inventario de los hechos que constituyen nuestra identidad. Resultaron el fundamento clave, la circunstancia que dio sentido a las demás, para que durante las siguientes décadas nuestro país pudiera dictar su constitución e integrarse en la cultura y la economía global. No debe olvidarse que quienes impulsaron la construcción definitiva del Estado luego de 1860 fueron testigos vivientes de la década de 1840. Las aspiraciones que los guiaron en sus acciones descansaban sobre un sentido del tiempo, de la historia, que no prescindió de los episodios que les fueron contemporáneos. Si bien no como axiomas doctrinarios, sus acciones asumieron y proyectaron hacia adelante la identidad internacional consolidada en los episodios de 1845-46. La agresión de las dos grandes potencias reforzó el sentido de existencia de nuestra cultura política. Ese rasgo de la personalidad, así como estaba presente antes de la década de 1840, lo estuvo después, e imantó aquella generación a la que le tocó administrar  el país ya interna y externamente consolidado. Fue la generación que, como señalara el historiador Juan José Cresto, murió a comienzos del siglo XX.
 Nuestra historiografía debe seguir completando la línea de tiempo, asumiendo honestamente su necesaria continuidad, así como el sentido positivo que se deriva del inventario de lo acumulado que nos llega hasta el presente.

domingo, 7 de febrero de 2016

Trump, artefacto semiológico.



Con Obama en el gobierno, el partido republicano vuelve a verse en la obligación de reintroducir un cambio en las categorías de la política pública, como hace cuatro años. Pero su capacidad para hacerlo paradójicamente ha disminuido. Nada parecen haber aprendido sus dirigentes del pobre resultado obtenido en 2012 con Mitt Romney, personaje gris ausente en este vuelta. Prueba, además, de que su candidatura fue débil, porque de otro modo una auténtica ambición de poder lo hubiera impulsado a participar también esta vez.

La crisis de identidad del partido republicano en los últimos años se ha agravado. Además, se hacen sentir las ausencias de Newt Gingrich y Ron Paul. Ya dijimos que no está Romney, pero tampoco Sarah Palin. Sin la altura que sus intervenciones insuflaban, los debates sólo pueden nutrirse de afirmaciones precocidas más o menos ensayadas por los actuales precandidatos. Ninguno puede mostrar un sentido histórico o dar un significado convocante a una propuesta. La falta de brillo se pone de manifiesto, aún más que durante aquel sobreactuado cierre de campaña de un heroico Romney, al cual poco le faltó para confesar abiertamente que sólo estaba allí para corporizar el candidato que todo partido debe tener, aún cuando no tienen intenciones de ganar.

Pero en medio de la noche, con luz televisiva nos ilumina Trump.

No está claro hasta qué punto Donald ha sido un exitoso empresario, cualidad que es necesario constatar para dar por cierta su supuesta independencia. No podremos afirmarla mientras él no desmienta el poderoso antecedente de varias quiebras de sus emprendimientos. Por lo tanto, atribuir total espontaneidad a sus dichos sólo puede surgir de la empatía. Lo mismo se aplica a su participación en la interna republicana. Trump es un personaje incierto y por lo tanto su irrupción en escena aún está por explicarse. No es posible, sin datos que contradigan la poca evidencia disponible (su repetidos fracasos en el mundo de los negocios) creer que basta con apretar un botón para ser admitido en una selecta camarilla que debate 6 veces con transmisión en vivo y en directo. La construcción de un Trump exitoso e independiente afirma implícitamente que para ingresar a la escena política nacional de los EE.UU. sólo es “cuestión de tener ganas”. Nadie que haya formado parte siquiera de una comisión directiva barrial se atrevería a suscribir la existencia de ese mundo ideal. Este es el primer problema que plantea el surgimiento de un candidato hablador como Trump.

Podría decirse que un segundo problema es lo que Trump dice, pero no a partir del propio contenido de sus enunciados, sino porque es omitido por los demás candidatos. En una primera aproximación, sus opiniones resuenan por lo políticamente incorrecto, y son objeto de preocupación porque encuentran un sector del electorado que se identifica con ellas. Aún ante esta eficacia, ni Ted Cruz ni Chris Christie rozan el terreno que delimita Trump. En un primer momento se pudo pensar que los titulares de diseño por él pronunciados tendrían efecto a largo plazo, reinstalando temas que ocho años de political correctness demócrata habían borrado del mapa. Pero no fue el proyecto del muro sobre el límite con Méjico, sino la gran tragedia siria la que demandó precisiones sobre inmigración por parte de los otros candidatos. Por otro lado, ninguno de sus compañeros de debate recogieron las atendibles observaciones dichas por Trump respecto a Arabia Saudita o Putin, con variedad para elegir ¿Qué queda entonces del rol de Trump?

Llegados a este punto es imperativo esbozar alguna hipótesis. Sin conocer el motivo por el que Trump ocupa en este momento un primer plano, queda intentar hacer una síntesis, tratar de encuadrar sociológicamente su hilo discursivo, ese hilo discursivo en el que los otros candidatos no abrevan, ni aún cuando arman mal sus frases. Puede hallarse una pista en las campañas electorales del pasado, plenas de nombres y categorías con profundas raíces en la cultura que, en estos últimos meses, no han sido mencionadas ni una sola vez. ¿Qué pasó con la invasión que sintieron muchos al verse obligados a un sistema socializado de salud? Newt Gingrich lo convirtió eficazmente en su caballito de batalla, y contribuyó en medida no menor a que el electorado conservador no fuera a votar a Romney, capitán de la salud obligatoria durante su mandato en Massachusetts. ¿Dónde está el Tea Party que en 2010 había logrado sostener el peso republicano en el Congreso?

Trump recoge las sobras de ese proceso de renovación, desconocido en nuestro país, que no logró sostenerse en el tiempo. Su perfil rústico reúne las características de un electorado de clase trabajadora que quiere impuestos bajos y no quiere entregar su economía productiva a la letra chica de los tratados comerciales. Es el heartland, que todavía constituye una parte importante del electorado, tan importante que sus argumentos necesitan ser pronunciados en público para que no pierda del todo sus puntos de contacto con el partido republicano. Pero al unir sus consignas con un personaje locuaz pero impulsivo, cuya existencia mediática habita hace décadas en una zona indeterminada entre la farándula y su siempre subyacente trayectoria empresaria ; al unir los conceptos con un emisor de estas características, prevalece el segundo y los primeros comienzan a convertirse en la comida chatarra en el menú ideológico de los que son los verdaderos pre-candidatos.

La figura que se construyó con Trump captura e inmoviliza una serie de categorías. Al ser pronunciadas por él, se trasnforman en materia de segunda clase, sujeto de una necesaria resignificación por los precandidatos – bueno, en verdad lo que Mr Trump quiso decir….- que no se permiten esos modales brutales comprensibles en el hombre de a pie – como el que se identifica con Trump –  pero inadmisibles en el debate profesional. Es cierto que la apreciación política de un trabajador de clase media no puede alcanzar la sofisticación del individuo completamente avocado a los asuntos públicos. Pero, como si no bastara la falta de un político que interprete a este electorado, la figura de Trump afirma solapadamente que determinadas ideas conservadoras son sólo el resultado de la falta de información o de la impulsividad del hombre común. Quedan así invalidadas, y fuera del “debate serio”, que lo es, pero que debería incluir la proyección formal de éstas. 

No vale la pena preguntarse por qué Trump ha accedido a cosechar tanto protagonismo. Queda claro el efecto que ha tenido su intervención. Y no es muy original afirmar que el rol principal que cumple no es el de verdadero precandidato.

En verdad, la prueba más nítida de que Trump es un artefacto semiológico es la certeza, desde el comienzo, que cualquier analista siempre ha tenido de que Trump no llegará a ser candidato. Ha resultado entretenido el toque de color que le ha dado al proceso, poblado de individuos sin carisma y sin  ideas. Pero esto es todo.

El anuncio de su previsible retirada ya ha comenzado. Ausentándose del último debate ocurrido el 31 de enero, la cobertura mediática se ha desplazado sin mayores problemas hacia los demás precandidatos, con la novedosa posibilidad de que sus escuálidas manifestaciones no queden obliteradas por el carisma del entertainer. Se irá Trump y con él las ideas que tomó prestadas. La estrategia no parece inteligente: el efecto Donald difícilmente podrá compensarse con la hispanidad de Ted Cruz, y por enésima vez el partido republicano nada hace por captar ese creciente segmento sin el cual ya no puede recuperar la casa blanca. El camino parece ya despejado para una presidencia de Hillary Clinton.