jueves, 2 de diciembre de 2010

Una lectura sudamericana sobre el acuerdo EEUU-Colombia

Una lectura sudamericana sobre el acuerdo Colombia-EEUU

Colombia se encuentra ya en las últimas instancias de su lucha contra una guerrilla desplegada a gran escala territorial. Quizás el significado que esta guerra ha tenido para los colombianos podamos comenzar a entenderlo, nosotros los argentinos, a partir de la amplitud móvil que de a poco la llanura va incorporando en nosotros cuando atravesamos su agotadora inmensidad. Los colombianos vivieron prisioneros en sus propias ciudades durante años, al modo de una sumatoria de
perímetros restringidos. Este archipiélago era el que constituía las zonas exentas de la presencia no solicitada del poder de la pólvora clandestina. El país permaneció unido a través de la aviación comercial, tristemente estimulada a alcanzar un desarrollo extraordinario. Mis amigos Colombianos relatan en forma mucho más compleja el costo que causó la expansión territorial de un poder dispuesto a dar un sutil golpe de estado militar. Pero para presentar la gravedad de la situación inicial a quienes no lo han vivido basta el ejemplo. Y basta también para poner en contexto el reciente acuerdo entre Colombia y los EEUU, que en sentido estricto no constituye una situación novedosa, sino más bien profundiza algo existente.


De alguna manera es ahora, y no antes, que algunos países han
considerado necesario expresar reservas sobre lo que acontezca en Colombia. Los largos años de soledad de un país superando una guerra interna contrastan con el actual interés de muchos por Colombia. El dolor, lejos de suscitar solidaridad, incluso encontró complicidad financiera o logística tan sólo al otro lado de las fronteras. Ahora que comienza a entreverse la paz en el horizonte Colombia parece ser un caso relevante, cuyo desarrollo en algún plano inmaterial se proyectaría más allá de sus fronteras. Porque si, contra toda obviedad geopolítica, no se consideró que un conflicto armado pudiera encadenarse hacia otros territorios, es difícil no colocar las recientes expresiones de algunos gobiernos en el ejercicio de lo simbólico. Y si lo simbólico se encuadra en una embrionaria suma de países identificados tan sólo por la contigüidad geográfica de
aquello llamado “Sudamérica”, quedan así fijados los términos y
prioridades en los que seguirá el crecimiento de la deseada
institucionalidad sudamericana.


“The American Interest” es una publicación estadounidense sobre relaciones internacionales que no llega más allá del río Grande o, según, Bravo del Norte. Este limitado alcance le permite a Celso Amorim afirmar en un breve comentario enviado a la revista que el Brasil y los EEUU coinciden en el interés de mantener estable la región, identificando así un área con potencial para la cooperación.
Coincidiendo con la concreción de un entendimiento sobre aspectos militares a nivel sudamericano, firmado en Brasília, la observación de Amorim no puede disociarse de la aspiración de su país por un asiento en el Consejo Permanente de Seguridad de la ONU. Y a la manera en que se cierra un círculo una segunda coincidencia dirige nuestra atención nuevamente a lo simbólico. Pertenecer a un grupo de pocos en la ONU, proponer metas conjuntas mediante palabras grandes y expresar preocupación por un acuerdo que hace Colombia,
cuando una guerra no produjo más que silencios, son algunos
ejemplos del ejercicio alineado de una diplomacia simbólica.

Desde el momento en que pudo verse al paisaje de Cuzco tratando de imitar los de Ipanema en 2003, junto a un Lula pronunciando los nombres de los libertadores con un acento hasta entonces desconocido, el Brasil parece embarcado provocar la convergencia de países sobre motivos delgados y alternantes. Como si el resto del mundo careciera de capacidad para advertirlo, estas sumas sucesivas y reuniones plenarias de mandatarios parecen ser una estrategia simbólica en la
que el Brasil recibiría en mínimas dosis, aunque acumulativas, la delegación de un impreciso rol representativo.


Cabe preguntarse sobre la posibilidad de afirmar la preeminencia de lo concreto sobre lo simbólico en el desarrollo de la diplomacia.
Quienes habitamos el cono sur conocemos la frustración por los
resultados de un MERCOSUR que han quedado muy por debajo de las palabras grandes y metas de fines de los ‘80. Si Colombia no recibió ayuda de esa “Sudamérica” a la que sólo ahora parece pertenecer, y aún más, si ahora recibe llamados de atención por continuar haciendo su camino; Si los logros conjuntos a nivel bilateral o multilateral no han llegado en muchos años, las expectativas generadas por lo simbólico sólo pueden entrar en tensión con la experiencia.

Queda así habilitado una Sudamérica del plano de lo simbólico, donde el tránsito de las palabras es libre. Y así Colombia ejerce la opción de dirigirse hacia la realidad de un futuro en paz, de la mano de los resortes que la experiencia muestra eficaces. Sin duda, el sólo hecho de compartir una frontera delgada y alternante no basta para establecer instituciones regionales. Hispanoamérica, o aquellos países contenidos en la cartografía de Sudamérica, diferencia inadvertida, aún se hallan en la búsqueda de metas y reglas para proyectar en el plano político las simpatías personales que produce la identificación
cultural.

Por Marcelo E. Lascano

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